La sombra en la mirada / Relato

Con este relato gané el concurso de Encuentros en la tercera frase, organizado por Scribere Editores, en su tercera edición. Como requisito indispensable tenía que utilizar la tercera frase que ellos me daban. Se trata de una historia de estilo lovecraftiano que parte de una pregunta: ¿Por que razón se suicidaría un hombre tras arrancarse los ojos? No hace falta decir (el tema es lo bastante macabro) que es un relato de terror.

     ¿Te atreverás a descubrir qué se esconde tras la puerta amarilla?

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Ilustración de John Jude Palencar para Tales of the Cthulhu Mythos por H.P. Lovecraft y Otros (Del Rey)

 

La sombra en la mirada

Ahora, mientras escribo esto en un arrugado trozo de papel, los últimos rayos de sol se deslizan por el suelo de madera de mi estudio. Una ansiedad apremiante atenazaba mi corazón y mi ánimo. Hacerlo o no hacerlo era el dilema, el tiempo se consumía rápidamente, así es que me decidí a hacerlo.

       En unos momentos, cuando la luna brille en el firmamento, correré las cortinas de las ventanas, pues no debo arriesgarme a difundir este mal por error. Me acercaré al espejo que cuelga cerca de la puerta, tomaré el cuchillo que he guardado celosamente a mi lado durante todos estos días y me arrancaré los ojos. En el caso de que aún tenga fuerzas o siquiera siga vivo, me cortaré las venas. Posiblemente; aún no lo he decidido. Supongo que cuando llegue el momento sabré cuál es el mejor método.

        Si resulta extraña la frialdad de mis palabras a la hora de hablar de mi suicidio, han de saber que ha sido una decisión largamente meditada durante los días pasados encerrado en mi casa, al abrigo siempre de una fuente de luz. Quien me conoce podrá decirles la clase de persona que soy, que era. Jamás he pensado en quitarme la vida, pero me he visto obligado a ello por causas que escapan a todo control. La razón de este escrito es explicar cómo he llegado a esta situación y de servir de aviso para que a nadie más le suceda algo semejante, pues el mundo es más oscuro de lo que se imaginan.

        Hace siete días y dieciocho horas comenzó mi pesadilla.

        Nathaniel Cayer, aquel amigo mío que falleció en extrañas circunstancias varios días atrás, me había invitado a visitarle en su casa de Lowton Street. Tras una agradable velada, ya avanzada la noche, propuso ir a un establecimiento que habían abierto hacía muy poco. Según él, se había convertido en el lugar predilecto para varios círculos exclusivos de la élite de la ciudad. Acabé accediendo debido a su insistencia a pesar de mi inicial negativa a ir, pues entonces creía intuir el tipo de cosas que gusta a los poderosos de esta ciudad y a mí me suelen desagradar.

       El establecimiento en cuestión se hallaba al final de una estrecha y oscura callejuela, oculto a ojos de la mayoría de la sociedad. Un matón de al menos dos metros guardaba la puerta. Se interpuso en nuestro camino y cruzó los brazos, pero tras unos susurros de mi amigo nos dejó entrar.

       El interior apenas si se encontraba iluminado por una luz púrpura y mortecina que provocaba que las personas allí presentes pareciesen cadáveres andantes. A pesar de la gran cantidad de gente, la sala me parecía demasiado grande y, junto con la actitud excesivamente refinada y superficial de los clientes, se apoderó de mí una sensación de melancolía y pesimismo que aún persiste. Tal vez por ello no participé en las conversaciones, todas banales, de aquella noche y me retiré a un rincón. Fue entonces cuando vi la puerta. Una puerta enorme y amarilla de dos hojas situada en el otro extremo de la sala. Tres hombres, dos con traje negro y otro más anciano con un frac morado, la guardaban. De vez en cuando se acercaba alguien, pero no todos atravesaban la puerta; varios minutos después algunos volvían a salir y se alejaban apresuradamente con una expresión extraña en la cara, una mezcla de repulsión, miedo y deleite. ¿Qué podría provocar tal mezcla de emociones?

    Mi amigo me encontró una hora después, tenía los ojos enrojecidos y la mirada algo perdida. Parecía feliz. Intentó animarme y me presentó a varias personas, todas ellas altos dignatarios del gobierno de nuestra ciudad. La conversación fue aburrida, pero mostré interés como buenamente pude. La apariencia de superioridad y distinción que destilaban me resultaba harto insoportable. Nathaniel debió de notarlo y mi hastío duró poco más.

     Me llevó a un lado apartado y me comentó de manera acelerada que conocía un método para animarme. He de confesar que he coqueteado de vez en cuando con las drogas y por ello no puse ninguna objeción a lo que proponía mi amigo. Se dirigió hasta un hombre delgado y atlético rodeado por varias mujeres. Asintiendo a algo que dijo mi amigo se colocó delante de una mesa alta y colocó en ella varios estuches con su producto. Nathaniel lo detuvo y le comentó que queríamos algo más fuerte, que queríamos cruzar la puerta amarilla. El hombre le miró y entrecerró los ojos, examinándonos. El precio es alto, dijo, y mi amigo pagó. El hombre nos señaló la puerta e hizo una señal al anciano del frac morado, que asintió.

    La puerta amarilla parecía más grande de cerca. Unos relieves complejos la decoraban; no pude discernir muy bien lo que representaban. Aparecían figuras humanas en extrañas posiciones junto con grabados florales y criaturas horripilantes que no se asemejaban a ningún animal, ser o monstruo mitológico que conociese. Parecía antigua, muy antigua, mucho más que la mesa de época colonial de mi despacho. No soy un experto en esta materia, pero transmitía un halo de antigüedad muy potente. Los dos picaportes, de oro verde, tenían la forma de perros sonrientes de orejas puntiagudas; una argolla pendía de sus bocas. El anciano del frac tiró de ellas y la puerta se abrió.

         No había más que un pasillo en penumbra, recto y sin bifurcaciones que daba a una negrura total. No se escuchaba ningún ruido y por ello mismo se me hizo tan insoportable. Unas voces, unos gritos, el barullo propio de una reunión o los excitados susurros ante un espectáculo prohibido era lo único que pedía, pero solamente había silencio, un silencio pesado y abrumador que parecía gritar dentro de mi propia cabeza. Agarré a Nathaniel y le supliqué que no entrara. Apenas si me miró cuando se internó en las sombras. El anciano preguntó si tenía intención de cruzar. No recuerdo qué contesté. Solo me importaba alejarme de aquel pasillo y de aquella puerta de amarillo tan intenso. Era tal mi desasosiego que al poco empecé a tener problemas para respirar; el ambiente enrarecido de aquella sala oprimía mis pulmones, y solamente sentí alivio cuando salí a la frescura de la noche. ¿Qué produjo aquella reacción en mi persona? ¿Por qué no crucé la puerta? ¿Qué me hizo dar la vuelta? Me tranquiliza pensar que, de alguna manera, existen fuerzas contrarias a las que se encuentran tras la puerta amarilla.

         Me estoy adelantando.

       Tras los sucesos de aquella misteriosa noche, pasé los siguientes días dedicado por completo a mi trabajo en la universidad. No vi a Nathaniel ni hablé con él en todo ese tiempo, al parecer se encontraba indispuesto y no acudió al trabajo. Sospechaba que la causa tenía que ver con lo ocurrido tras aquella puerta, pero no me atreví a averiguarlo. Simplemente quería olvidarlo. Es extraña la tenebrosa fascinación que provocaban dos simples tablas de madera amarilla.

         Los rumores no tardaron en surgir. Al parecer una alumna había acudido a la casa de Nathaniel para hablar sobre su trabajo de posgrado, puesto que él no contestaba a sus llamadas. Nadie sabía a ciencia cierta lo que ocurrió en su domicilio, pero todos daban por cierta la historia de la joven estudiante que corrió aterrorizada por las calles, huyendo de algo tan horrible y espantoso que la había dejado muda y prácticamente catatónica. Los padres de la chiquilla llamaron a la policía, pero cuando los agentes llegaron a la casa de mi amigo no encontraron nada extraño ni prueba alguna de delito. Como la joven no era capaz de hablar, no había base para ninguna denuncia y el caso se archivó sin más incidentes. Pero las malas lenguas magnificaron el suceso. Pronto, Nathaniel se convirtió en un peligroso criminal sexual, y las autoridades competentes decidieron suspenderlo temporalmente hasta que la situación se resolviera.

         A mí me extrañó el caso desde el principio; no creía que mi amigo fuera capaz de atacar a ninguna joven, aunque estuviera bajo el influjo de alguna sustancia, así que decidí visitarle, pues intuía que necesitaba mi apoyo en esos momentos.

         Con esa intención salí del trabajo la tarde del 28 de enero hacia Lowton Street. El hombre que me recibió en la puerta no era más que una sombra de mi amigo Nathaniel. Profundas ojeras se marcaban en una piel apergaminada y quebradiza en la que se entreveían las venas que la surcaban por debajo. Había perdido algo de pelo y se entreveían calvas en su cabeza. Caminaba encorvado, como si soportara un gran peso a su espalda. Su mano temblaba violentamente cuando me señaló con un dedo el interior oscuro de su casa. Mientras caminábamos en silencio por el pasillo hasta la sala de estar pude escuchar su trabajosa respiración, más propia de un moribundo que de un joven de treinta y cinco años.

           Nos sentamos en un sofá, uno al lado del otro. No me atrevía a hablar, pensaba que cualquier sobresalto podría ser fatal para mi amigo. Nathaniel me miró, sus ojos, inyectados en sangre, eran los de un condenado antes de ser ejecutado. Alargó su mano temblorosa y cayó sobre mí. Empezó a llorar. Yo lo agarré suavemente, con miedo a hacerle daño, y esperé a que se calmara. Al cabo de unos minutos arrancó a hablar.

      —El pasillo era estrecho y oscuro. Giraba y giraba. Izquierda, derecha, derecha, izquierda. Hacia abajo, cada vez más abajo. Así continuamente. Con cada paso me adentraba más en las profundidades de la ciudad. Finalmente llegué a una minúscula sala abarrotada de personas con máscara. En la entrada me dieron una a mí con la forma de una cara de muñeca de porcelana; solamente disponía de orificios para los ojos y estaban creados de tal manera que tiraban de la piel de alrededor dificultando bastante el poder cerrarlos.

        »La gente parecía apiñarse alrededor de algo. Gritaban, gemían, reían. Algunos no podían soportarlo y huían despavoridos, otros vomitaban a los pies del de al lado, pero a aquel no parecía importarle. Me abrí paso a empujones hasta llegar cerca de la primera fila. En el centro de la salita había varios cuerpos despedazados. Solo uno seguía con vida, una chiquilla desnuda que se retorcía de dolor con las manos en la cabeza. Sus uñas se clavaban profundamente en su cuero cabelludo y la sangre se deslizaba por sus dedos. Los ojos brillaban como dos lunas sangrientas, hipnóticos.

          »Entonces comenzó.

         »Su cuerpo se contorsionó horriblemente. Los huesos crujían al quebrarse. La chica gritó cuando su boca se abrió violentamente desencajando su mandíbula, y unos dedos surgieron entre sus dientes. A los dedos les siguieron dos manos y luego los brazos y una cabeza calva y grisácea. El cuerpo de la chiquilla era apenas reconocible cuando el ser acabó de emerger de su interior. Cubierto de sangre y entrañas desapareció de la vista de todos los presentes como si nunca hubiera existido. Aún no sé qué me hizo aguantar la mirada, no querer quitarme la máscara y cerrar los ojos o tapármelos con las manos. Algo me obligaba a mirar aquél terrible espectáculo. Pero sí sé el porqué. August, ahora lo noto dentro de mí. Siento sus uñas clavándose en mi cerebro, en mis entrañas. Arrancando cuanto queda de mí. Dentro de poco querrá entrar en nuestro mundo… Me obliga a salir, a que alguien me vea morir. He resistido todo lo que he podido. Alejé a esa estudiante, a los policías… No deberías haber venido.

        Nathaniel soltó un grito y se dobló con violencia hacia atrás. Sus huesos crujieron con estrépito y cayó al suelo. Sus ojos brillaban como dos lunas sangrientas, hipnóticos. Yo me levanté, quería huir, pero a la vez algo me forzaba a mirar, una atracción tan intensa y morbosa como la de la puerta amarilla. El cuerpo de mi amigo se contorsionaba y sus extremidades se doblaban en ángulos imposibles cuando su boca estalló. Lo primero que vi fueron sus uñas, dentadas y afiladas, y luego sus manos huesudas, alargadas, grisáceas. Era como ver nacer a un cadáver infecto y nauseabundo. Cuando la locura terminó, la criatura simplemente se disipó en la oscuridad.

       Huí desesperado a mi casa y desde entonces aquí permanezco. Creo que he comprendido parte de lo ocurrido. Sean lo que sean, esas criaturas necesitan testigos para nacer pues se reproducen como un virus, aquel que las ve llegar a este mundo queda impregnado de su ponzoñosa esencia y solamente es cuestión de tiempo que vuelva a ocurrir.

        He tomado la decisión de quitarme la vida antes de que nazca. Además, he preparado varias medidas de seguridad para no extender este mal. Nadie me verá morir y, espero, mis ojos estarán lo suficientemente dañados para evitar cualquier influjo hacia ellos. Deseo que sea suficiente.

          Deben poner remedio a esta locura, encuentren ese local y quémenlo. Ojalá pudiera decirles dónde se encuentra, pero en todos estos días no he sido capaz de recordarlo. Mi mente empeora por momentos.

          Hoy me he mirado en el espejo y lo he visto. Siento como sus uñas me arañan desde el interior, abriéndose paso por mi cuerpo hasta este mundo. Quiere salir ya, creo que sabe lo que pretendo a hacer. Dios, dame fuerzas. A ti encomiendo mi alma.

August Strandberg

[Carta encontrada entre las pertenencias del profesor August Strandberg, fallecido el pasado el 31 de enero. Su cuerpo fue encontrado por Arthur Jermyn, fallecido también en misteriosas circunstancias. El caso aún se encuentra bajo secreto de sumario.]

6 comentarios

    1. ¡Me alegra que te haya gustado! En principio no veo ningún problema en que lo compartas, pero por si acaso, que no creo, los derechos siguen reservados a Scribere editores deberías incluir el enlace a la antología que está en Lektu (yo te lo podría buscar).

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